Carta Uno: Un artista que llegará a destiempo
Querido Claudio,
He empezado a bucear por la publicación, comenzando por las cartelas de Seattle y Vancouver, cuya exposición fue idéntica, solo que con distinto título (557.087, en el caso de Seattle, 1969, y 955.000 en el de Vancouver, 1970). Nada más comienzo a hojear estas fichas, me topo en las primeras cartelas con un extenso listado de artistas que participaron en esta doble exposición de Seattle y Vancouver, descubriendo para mi sorpresa la nula presencia de artistas españoles y descubriendo igualmente algo que me llama la atención y que Lippard indicó de la siguiente forma: “Cards for the following artists had not been received when the catalogue went to press”. A lo que se añade a continuación los nombres de Barry Le Va, Alan Saret, Randy Sims y Frank Viner.
Salvo Randy, de quien no encuentro nada en internet, resulta que Barry, Alan y Frank coinciden en su caracterización: escultores estadounidenses. Me gusta imaginar que hay ahí un hallazgo, que la confluencia de su trabajo artístico y su nacionalidad tuvo que ver en esta tardanza desmedida. Además, en este incidente anecdótico localizo algo que me interesa y sobre lo que me gustaría ahondar: los descuidos, los deslices, los infortunios y accidentes a la hora de relatar, montar y mediar una exposición.
Con frecuencia, los críticos de arte y periodistas aluden a “aquello que se queda fuera”, y es que ciertamente toda exposición se construye en base a lo que no se incluye –al relato excluido–, puesto que nunca se puede integrar todo en un discurso expositivo. En cambio, rara vez se pone en evidencia aquello que quiso ser parte de la exposición y no pudo finalmente por azares del destino: aquellas obras o artistas que quedaron por el camino a pesar de formar parte del discurso comisarial y de formar genuinamente parte (al menos conceptualmente) de la exposición. Hay algo humillante para el curator en eso –me parece–: un baño de humildad para el comisario endiosado. La vida –las vidas– van por delante de las obras, de la exposición y sus derroteros; se anteponen e interponen en el camino. ¿Me explico?
“(Life could interere with arte, and commerce)”, escribía en uno de sus escritos Lucy Lippard entre paréntesis (como si advirtiese dubitativa y temerosamente de un hallazgo recién descubierto).
Sea como fuere, sucediera lo que sucediera en la vida de Barry, Randy, Alan y Frank (¿sucedería algo?), lo que queda patente es que no llegaron a tiempo en el envío. Sobre estos accidentes imprevistos pone el foco Lippard en una cartela muy interesante que se sitúa al inicio de la publicación, donde indica todos los problemas e infortunios acontecidos, en un ejercicio de honestidad y transparencia. La tarjeta en cuestión acaba lamentando que, en el caso de Seattle, la obra de Richard Serra no llegó a tiempo: “Richard Serra’s work did not arrive in time”.
No sé por qué, Claudio, pero el caso es que me fascina profundizar en estos detalles nimios; quizás se deba esta curiosidad desmedida a que son anécdotas que nunca se cuentan, pequeñas historias que se esconden (y camuflan) en los procesos expositivos; o quizás se deba al mero morbo de conocer las torpezas y descuidos de los implicados. Sacar todo esto a la luz, airearlo y compartirlo, me parece tremendamente ingenioso y acertado por parte de Lippard. Seguiré investigando. Te mantengo al tanto.
Un abrazo,
Carta Dos: Al territorio y a la ciudadanía
Querido Claudio,
Sigo avanzando con las cartelas. En seguida me encuentro con una serie de tarjetas plagadas de citas. No entiendo muy bien la razón de ser de estas, pero me detengo en algunas. Leo, por ejemplo, lo siguiente: “Anything can be a work of art if we have a sensitivity to it”. Ian Baxter.
Más allá de la veracidad o rigurosidad que yo le pueda otorgar a la cita, esta breve consideración me despierta una idea que llevo un tiempo rumiando, una reflexión que me persigue desde hace unos meses y que ahora te comparto a trompicones, Claudio. Tiene que ver con mi incapacidad para disfrutar del arte y las exposiciones. Dándole la vuelta al asunto, volteando la reflexión de la cita, lo que últimamente me preocupa es cómo puedo volver a gozar con el arte contemporáneo. Ya no me refiero tanto a las cuestiones teóricas, que siempre me interesan y apasionan, sino a la propia experiencia estética en una sala expositiva. La velocidad, la urgencia y la profesionalización de la mirada me han llevado a una situación crítica en la que la tensión corporal y el ritmo frenético que cargo en mi cuerpo me impiden una experiencia plena, ni tan siquiera mínimamente gozosa, las más de las veces.
Todo esto cambió hace unos meses en León, en la Fundación Cerezales Antonino y Cinia (FCAYC). Allí pude visitar la muestra Río Sil, líneas y geometrías. Irene Kopelman. No es en ningún caso la mejor exposición que he visto, ni tampoco de las que más me ha gustado, pero sí de las que más he gozado. Retomando la cita que anteriormente mencionaba, esto tuvo que ver con mi disposición perceptiva, con mi vibración somática, con mi sensitivity: mi capacidad coyuntural, circunstancial, personal, de disfrutar del arte y conectar con las obras.
Quizás pueda parecer algo naife o super obvio, pero siento que muchas veces se deja de lado o incluso se olvida que en una sala expositiva entra un cuerpo, con todas sus preocupaciones e inquietudes, con unas pulsaciones y una inercia vital y sensorial, introduciendo su temporalidad en el espacio expositivo. En el caso de mi visita a FCAYC, sentí una cosa alucinante. Las pulsaciones se rebajaron y mi estado de alerta se disipó debido a que pasamos el día paseando, charlando en la montaña y comiendo alimentos riquísimos. Fue solo después de todo esto cuando vimos la muestra, en un estado de comodidad y relajación muy elevada, lo que me permitió acceder y abrirme sensitivamente a la exposición con una receptividad muy alta para acoger con delicadeza cualquier gesto, detalle o intuición.
Como te digo, Claudio, esta intensificación de los sentidos favoreció una conexión enorme con el espacio, los objetos y las ideas allí expuestas. Todas las experiencias vividas aquel día (los diálogos amigables, las comidas, paseos y vivencias), sumadas al maravilloso entorno, el profundo silencio y la tranquilidad del paraje, me indujeron a un estado casi de trance y a una predisposición al goce placentero de la exposición sin antecedentes para mí.
“…if we have a sensitivity to it”. Me quedo quizás con la segunda parte de la cita. Y la reescribo. “It makes sense to visit an exposition if we have a sensitivity to it”.
Al mismo tiempo, me planteo dudas sobre la mediación en los museos. Y subrayo ese “en” de la oración porque me imagino ahora una propuesta imposible; pienso en una mediación movilizada o puesta en práctica antes de acceder al museo, a la sala de exposiciones. Imagínate Claudio, por un instante, un programa de mediación del museo fuera del museo: una mediación que tratase de favorecer, antes de introducirse en el contexto expositivo, una sensitivity mayor, un estado similar al que yo pude experimentar aquel día de otoño en la FCAYC. Sé, Claudio, que es muy sencillo soltar al aire todas estas proposiciones y muy complejo en cambio articular estas ideas en propuesta efectivas, pero el caso es que la cita de Ian Baxter despertó en mí estos pensamientos que lo más probable es que no lleguen a ninguna parte.
De hecho, se me ocurre una exposición imposible, seguramente estúpida: una muestra sin obras de arte, cuyo ejercicio de mediación extramuros sea el verdadero objeto artístico. ¿Te imaginas? Todo lo que sucede antes de entrar a una exposición es más exposición que la propia exposición. Es exagerado, claro, pero van por ahí los tiros, mis preocupaciones sensitivas.
Espero encontrar una solución prontamente a estos asuntos que me traen de cabeza. Ya comentaremos.
Un abrazo, Manu
Carta Tres: Listado de artistas
Querido Claudio,
Te muestro a continuación una selección de algunas de las obras que más me han interesado de las que se recogen en la publicación:
He seleccionado solo catorce, con lo que seguro que me he dejado muchas tarjetas interesantes. ¿Tú recuerdas alguna? Ya me contarás.
Un abrazo,
Manu
Carta Cuatro: Una metáfora del arte
Querido Claudio,
Tengo entre mis manos una tarjeta de Robert Barry, para la exposición de Vancouver, en la que se lee lo siguiente: “Something which can never be any specific thing”. En seguida pienso en la propia naturaleza informe y fluida de la exposición. También leo el aforismo como una metáfora del arte. ¿Tú en qué has pensado?
Un abrazo,
Manu
Carta Cinco: Su rol como compiler
Querido Claudio,
Sabemos, por lo que Lippard ha contado a posteriori de la celebración de los Numbers Shows, que ella no viajó a ninguna de estas exposiciones, que no se desplazó a la ciudad correspondiente, que no participó del montaje de las muestras (“I did not install either of these exhibitions”, reconoció con determinación en su día). También sabemos que las exposiciones viajaron con mínimos cambios, replicándose en cada sitio. Existe una frialdad en esa distancia comisarial, ¿no crees?
Yo, por lo menos, sí que percibo una sensibilidad claramente marcada por el arte conceptual del momento: una pretendida toma de distancia, una supuesta despreocupación o indiferencia, un alejamiento que advierte de la autonomía de la propia exposición más allá de las manos del curator (de Lippard), que actuaría en este caso como mera compiladora o artífice congregadora. Recolectar, juntar, hacer dialogar, poner en común, dar vida y… luego… desaparecer. Este sería el modus operandi.
¿Qué te parece?
Ya hablaremos bien un día. Perdona el bombardeo de cartas.
Otro abrazo (ya van unos cuantos),
Manu
Carta Seis: Lo precario del proyecto
Querido Claudio,
Fíjate si la precariedad era tal que, por imposibilidad económica, muchas de las obras no viajaron a algunas de las exposiciones, sino que fueron construidas por la propia Lucy Lippard y algunas asistentes (de ahí que ella se incluyera en el listado de artistas de los Numbers Shows, pues ciertamente llegó a realizar con sus propias manos muchas de las piezas expuestas –Carl Andre quiso puntualizar, de hecho, sobre su propia obra, que era “Lucy’s piece”–), dando esto como resultado mamotretos que, por su penosa confección llegaron a ser retirados –incluso antes de ser expuestos en sala–. Lee, Claudio, esto que escribió Lippard; me parece fascinante:
“It was understood all algon that there was no Moner to fly the artists to Seattel, son several ‘materialized’ Works in 557.087 were constructed (though not ‘created) by me and my assitants. In the end, several pieces never came together thanks to weather, por construction and other mishapes, among them the Sol LeWitt White cube thin drawings on it, whic was made so poorly that we withdrew it. (I can’t imagine a museum show in today’s highly professionalized times that would simply leave out works because of such haphazard conditions).”
¿Tú te lo imaginas, Claudio? ¿Te imaginas que la colección de un museo como el Reina Sofía, al tiempo que va recibiendo nuevas adquisiciones, se fuera vaciando de aquellas obras en mal estado o quizás simplemente descuidadas (un museo que se levanta y al mismo tiempo se convierte en ruina, como aquel que proyectara Valcárcel Medina en sus “Arquitecturas prematuras”), que la memoria y archivo respondieran genuinamente a procesos tan honestos, orgánicos y materiales como estos que menciona Lippard? Quizás, los archivos, el patrimonio, deben dejar hueco a aquello que está por-venir, a lo que viene, a lo que sucede, y no atrincherarse… Pienso mucho en ello Claudio, tengo mis serias dudas. En cualquier caso, te recuerdo aquello que decía el ya mencionado Valcárcel Medina, quien advierte con frecuencia de que el pasado no puede sepultar el presente. A eso me refiero, claro.
Sea como fuere y volviendo a los Numbers Shows, la propuesta de Lippard se abría en canal y se lanzaba directa hacia el riesgo, sin miedo a los desafíos, celebrando el juego y el azar. También tenían aquellos proyectos expositivos un planteamiento plenamente materialista y terrenal (nada idealista o romantizado), lo que se formalizaba en la muestra a través de una cierta estética fría o estética de la frialdad, como un “ejercicio de anti-gusto”, tal y como puntualizaría Lippard. Las salas expositivas, desangeladas –en las pocas fotografías que se conservan– e inquietantes, atestiguan esta percepción estética precaria e inmaterial.
Respondían, en tiempo verbal presente, a la pregunta por lo posible: a la pregunta de qué podemos hacer con lo que tenemos (a posteriori, Lippard se refería estas prácticas y procesos como una señal de un proto-DIY que emergía). “Lo que no podamos hacer, no lo hagamos. Lo que salga mal, lo retiramos”, parecía querer decir Lippard, quitando cierta solemnidad al arte y, por supuesto, restando peso a ese denso y plúmbeo concepto de autor (y al de artista), pasando por alto cualquier retórica artística referida al genio, la revelación, lo sublime, etc.
Cuánta falta nos siguen haciendo estas reflexiones…, ¿no crees, Claudio?
Un abrazo (otro),
Manu
Carta Siete: Acaso sería relevante que no hubiera sido así
Querido Claudio,
Sé que te interesa mucho, como a mí, esta cuestión de la fe en relación al arte. En este caso, con respecto a las exposiciones, muchas veces confiamos en la historiografía y estudiamos lo que fue una exposición sin haberla visitado (conocemos rasgos sobre una exposición por lo que se dice que fue, por aquello que se relata y por la relevancia que se le otorga), en ocasiones incluso sin contar con imágenes. ¿Y si todo fuera una fábula, una fantasía, un baúl de cuentos, de recuerdos ficcionados?
Cuenta Lippard a este respecto que el primer Numbers Show fue realizado en 1969 en galería de Paula Cooper y que no contó ningún tipo de registro de la exposición, de modo que podría tratarse –según invita a pensar– de una mera ilusión o alucinación. Enfatiza ella misma en esta posible (y plausible) duda: “But since no documentation of this exhibition remains, this may be just wishful thinking”. Este carácter efímero y performativo le interesa a Lippard, quien parece invitarnos a llevar a cabo un salto de fe. This may be just wishful thinking…
Resulta además que, al ser la primera “exposición de números”, no contó con un catálogo, como sí sucedió en cambio con las dos siguientes. Sería divertido, Claudio, preparar una exposición sin exposición, dando forma a todo el para-texto de la muestra: un falso registro, un catálogo ficcionado, hojas de sala, declaraciones, contenido en redes… Quizás, de hecho, la tendencia expositiva va en esa dirección –pienso ahora–, en montar “exposiciones fantasma” cuyo peso y relevancia recae en todo lo que no sucede en la sala: exposiciones centrífugas que buscan impactar o ejercer su influencia (estética, mediática), más allá del espacio expositivo, poniendo el foco en cómo se ve desde fuera y no tanto desde dentro en la propia galería o museo –en qué sucede en la sala–. ¿Qué opinas? Me interesaría saberlo. ¿Podrían no materializarse las exposiciones o incluso desmontarse después de la inauguración?
Ya hablaremos sobre esto, si te interesa, claro.
Un abrazo (otro más),
Manu
Carta Ocho: Exactamente el de Daniel Buren
Querido Claudio,
He encontrado la obra de Daniel Buren para los Numbers Shows de Seattle y Vancouver. De nuevo juega a “no exponer”, a no exhibir un elemento objetual, como en el caso de la documenta V de Kassel. De hecho, en la cartela reza lo siguiente: “I do not show anything personally in this exhibition”. En cambio, si nos ponemos rigurosos, podemos ver que sí que expuso algo: unas hojas de papel (algunas de colores, otras blancas) que habían sido pintadas (algunas por artistas, otras por ciudadanos de a pie). Buren agrega en su tarjeta:
“This proposition is the work of several people, artists or not, whose names you will find in this catalogue as well as the other invited ‘artists’”. Una poética muy ligada a las prácticas de la crítica institucional, ¿no crees, Claudio? Esta apuesta por ensanchar el estatuto del artista, me remite también a la propia práctica curatorial de Lippard, solo que en este caso es el artista quien abre hueco e incluye en la muestra a quienes no son considerados oficialmente artistas.
¿Qué te parece Claudio? A mí me interesa la pieza. Ya me contarás en algún momento.
Abrazos (muchos),
Manu
Carta Nueve: Robert Morris
Querido Claudio,
Como bien sabes, la exposición 2,972,453 tuvo lugar en 1970 en el Centro de Arte y Comunicación (CAYC) de Buenos Aires (un sitio súper interesante; míratelo atentamente si no lo conoces). En aquella exposición –esto quizás no lo sepas– se incluyeron algunos artistas que no habían formado parte de las muestras previas (la de Vancouver y Seattle), concretamente Siah Armajani, Stanley Brouwn, Gilbert & George y Victor Burgin (¡nada más y nada menos!). Entre los artistas que se incluían en esta exposición se mantenía la figura de Robert Morris, que estaba por aquel momento muy activo artísticamente.
De hecho, apenas cuatro meses después de que se clausurara la muestra de Buenos Aires, Morris tenía una individual en Londres en la Tate (la exposición colectiva en el CAYC finalizó el 23 de diciembre de 1970 y la muestra individual londinense se inauguró el 28 de abril de 1971). Si bien estaba previsto que durara hasta el 6 de junio de ese mismo año, la exposición “retrospectiva” de Morris se clausuró por mandato institucional cuatro días (o cinco, según la fuente que se consulte) después de su apertura y se sustituyó por una retrospectiva convencional.
Te cuento un poco, Claudio, cuáles fueron los motivos de este suceso y algunos detalles curiosos de lo acontecido. La propuesta que hizo en su día Morris para la Tate Gallery de Londres se ha catalogado como el proyecto más experimental del artista. Según ha llegado hasta nuestros días, Morris habría transformado sus formas en una construcción global de chapa de madera, un entorno escultórico por el que el visitante tenía que circular, a veces en condiciones físicas bastante exigentes. Se trataba de un paisaje construido por rampas y planos inclinados, una especie de gimnasio estético para el ejercicio de la conciencia corpórea y espacial. Descartando una relación especular entre el espectador y el objeto, en la que el significado vendría determinado por el intercambio óptico a lo largo del campo visual, Morris inducía una experiencia de la corporalidad vivida y sentida, una fenomenología del cuerpo háptica o táctica al toparse con el mundo físico.
Según cuenta Dorothea von Hantelmann en un texto que ya te mencionaba en otra de estas cartas, “parece ser que aquel escenario provocó algunos estallidos frenéticos de participación energética, puesto que la situación se descontroló ya durante la inauguración”. De hecho, han llegado hasta nuestros días las declaraciones del crítico Reyner Banham, quien expuso indignado que “al final de la preinaguración aquel lugar era un caos en el que se habían abandonado todas las reglas del decoro, y una serie de estetas liberados saltaban y se tambaleaban y jadeaban y trepaban y gritaban y le daban la mano a perfectos desconocidos”. Se extendió una suerte de fervor por contagio, de estado de trance colectivo y de locura grupal, de salvajismo e infantilidad jovial, en su sentido más positivo.
Todo ello resultó, en cambio, en un escenario totalmente imprevisto y desafortunado (por lo menos para la institución y quizás también para el artista): después de cuatro días desde que se inaugurara la muestra, esta estaba destrozada por completo. A la Tate no le quedó otra que mover ficha y llevar al almacén las ruinas de una exposición que habían conseguido ponerlo todo patas arriba, induciendo incluso al desenfreno a los más serios y comedidos seres de la fauna artística: a los críticos de arte. Uno de aquellos, el ya mencionado Banham, llegó a comentar lo siguiente: “Por suerte no se mató nadie en el desastre de éxito más rotundo de entre todos los que yo he presenciado”. A lo que añadió en su día que “se asustó un montón de gente (incluso la institución)”.
La gente tenía miedo de experimentar el espacio institucional del museo como un lugar de disfrute, de goce; de sentir aquel entorno como un espacio no solamente destinado a la experiencia contemplativa sino, esta vez, principalmente abierta y dispuesta para el placer corpóreo, el desenfreno, el juego. En este sentido, podemos revisar lo que se publicó en el Times con motivo de este sonado incidente, donde se aseguraba que el museo “no fue capaz de hacer frente al frenético medio de liberación emocional en que se convirtió la exposición”. Haciendo referencia al estallido que provocó la exposición, también el reportero de The Guardian señaló que “algunos de los 1.500 visitantes se embriagaron tanto con [las] oportunidades que iban de un lado a otro ‘saltando y gritando’, en palabras del guardián de la exposición, el Sr. Michael Compton. Se volvieron locos en los balancines gigantes y soltaron las tablas de otras exposiciones pisoteándolas. ‘Se trataba simplemente de una participación excepcionalmente exuberante o enérgica’, dijo el Sr. Compton con tolerancia”.
Aquella participación excepcionalmente exuberante era algo que, si bien puede ser más habitual en la contemporaneidad –acostumbrados como estamos a los procesos interactivos y las propuestas lúdico-espectaculares–, en aquel momento tenía un carácter absolutamente inusual y disruptivo. Fue la primera exposición de ese tipo en un gran museo. Con los años, se irían abriendo más senderos desde dentro de la institución para exhibir y reformular la experiencia estética, dando cabida cada vez más a propuestas con connotaciones lúdicas, espectaculares y festivas, que venían de la mano de los cambios socioculturales y estéticos posmodernos. Continuando con este viaje por el tiempo, podemos trasladarnos a los años 2006 y 2007 (veinticinco años después de la muestra fallida de Morris); periodo en el cual se celebró precisamente en la Sala de las Turbinas de la Tate una muestra que parecía actualizar las instalaciones escultórica de Morris. Desde octubre de 2006 y hasta abril de 2007, cientos de miles de personas se lanzarían por los toboganes gigantes de Carsten Höller en el inmenso espacio de la Tate. Como si se tratara de un parque para niños gigantes o unas oficinas de Google pensadas para el divertimento de los trabajadores, la obra Test Site devolvía –un cuarto de siglo después– el juego y el regocijo a la Tate, haciendo como si no hubiera pasado nada años atrás. Este “arte de la interacción”, suficientemente controlado y regulado, no causó en esta ocasión ningún desperfecto.
Siempre me ha parecido tremendamente interesante indagar en las prohibiciones explícitas del museo. Más aún me ha divertido y estimulado rastrear las imposiciones implícitas, las prohibiciones veladas, las negativas y directrices que determinan nuestra forma de mirar las obras, caminar por el museo, entrar y salir de él… Sería Tania Bruguera la que, tan solo un año después de la intervención de Höller (también en la Tate de Londres), en 2008, llevaría a cabo la famosa performance Tatlin’s Whisper #5 en la que dos policías montados a caballo y uniformados (uno sobre un caballo blanco y otro sobre un caballo negro) irían guiando a las personas que transitaban plácidamente el espacio de la Sala de las Turbinas. Con este gesto disciplinario, el de dictar y marcar el camino de quienes habían accedido a la institución, se hacía evidente una realidad latente: la lógica policial del museo, donde se pone en práctica en muchas ocasiones aquella máxima o emblema de la policía (en palabras del filósofo francés Jacques Rancière): “¡Circulen! no hay nada que mirar”.
Los dos policías a caballo patrullaban el espacio, guiando y controlando a la audiencia mediante el uso de un mínimo de seis técnicas de control de multitudes. Estas incluían acciones como cerrar la entrada o entradas de la galería, empujar al público hacia adelante con movimientos laterales de los caballos, manipular al público en un solo grupo y rodearlo para apretar el grupo, confrontación frontal con el caballo y dividir al público en dos grupos distintos. Nada que ver, aparentemente, con aquella experiencia desbocada de 1971, cuando el jolgorio acabó en ruina. Mientras que la coreografía de los cuerpos exuberantes de 1971 estaba dirigida caóticamente por el desfase, el derroche y la exaltación, la de años más tarde –orquestada por Tania Bruguera– sería dirigida con mano de hierro y a galope, regulada rígidamente por las tácticas policiales de disciplinamiento, ordenamiento y prohibición. En cambio, si somos un poco rigurosos y examinamos con atención, vemos cómo, en el fondo, ambos sucesos ponen de manifiesto el poder determinante de la institución, que no solo ordena los pasos y prohíbe ciertas conductas, sino que deslegitima unas conductas y esconde aquello que le avergüenza: el descontrol, lo roto, lo ruinoso, lo abyecto.
Apenas unos meses después de la realización de esta performance de la artista cubana, en mayo de 2009, la institución saldaría cuentas con su pasado. Como sucede con todo trauma reprimido, que aflora a pesar del paso del tiempo o de los esfuerzos humanos por detener su aparición sintomática, la Tate recreó en la propia Sala de las Turbinas la exposición de Robert Morris que había cancelado casi treinta años antes. Sorpresivamente, la institución decidió legitimar y celebrar aquello que había ocultado, prohibido y olvidado en un almacén décadas antes. Al parecer, ya había pasado tiempo suficiente, ya era hora de saldar cuentas pendientes. En su hoja de sala, aparecía escrito lo siguiente al respecto de las instalaciones: “Esta vez, se han creado utilizando materiales contemporáneos basados en los planos originales, en colaboración con Morris, lo que le permitirá experimentar un hito emocionante en la historia de la Tate”.
Bajo el título Bodymotionspacesthings, esta recreación expositiva gozó de tal éxito de afluencia que tuvo que extenderse hasta junio. A colación de los sucesos que habían acarreado la instalación original, Kathy Noble, conservadora de la Tate que reinstaló la obra, declaró en 2009 lo siguiente, recordando las experiencias de 1971: “Al parecer, en la inauguración, la gente se volvió muy exagerada. Lo llevaron demasiado lejos”. Me interesa, Claudio, eso de “demasiado lejos”. ¿Cuánto es demasiado lejos? Sabemos que a Morris no le importó el destrozó de las instalaciones. ¿Por qué entonces se refiere Noble a que la gente exageró, que todo se fue de madre, que se llevó demasiado lejos?
En cierta medida, todo esto corrobora algo que podíamos intuir: que los marcos de lo que se puede hacer a nivel comisarial e institucional son contextuales y que lo que ayer se ocultaba mañana quizás exhiba con orgullo para el goce y disfrute de todos –que lo que hoy se castiga quizás ayer se veía con buenos ojos–. Para ensanchar estos marcos, que son mentales e institucionales y que repercuten en aquello que se puede hacer, decir y pensar (en un sentido foucaultiano), hacen falta acontecimientos subversivos e insurrectos, como los de Morris: proyectos radicales como los de Lippard, eventos inéditos, inconcebibles hasta al momento.
De la misma manera que Lippard con sus Numbers Shows, existía en la propuesta de Morris una voluntad por experimentar con lo expositivo hasta confundir sus posibilidades genuinas: una afinidad con otras formas de hacer, más interactivas y fluidas. Si en el caso de Lippard tenía más que ver con difuminar las fronteras que se imponían entre el artista, el crítico y el comisario, dando como resultado una experimentación formal y conceptual, la propuesta de Morris agudizaba el papel del visitante, que era partícipe de un juego alocado, que llegó a ser peligroso incluso. Tanto es así que se cuenta que la exposición causó un esguince en un dedo, otro desgarro en un músculo de una pierna y catorce casos reportados de dolorosas astillas. “Nunca fue tan peligroso el arte contemporáneo”, podríamos pensar.
Disculpa de nuevo mis divagaciones Claudio, me he ido un poco del tema esta vez (otra vez). Espero que te resultara al menos entretenido este viaje en el tiempo.
Un abrazo grande,
Manu
Carta Diez: Se definían por su identificación y apertura
Querido Claudio,
Sobre el riesgo, la relación entre las obras de arte y la sociedad (entre el arte y la vida), sobre la posibilidad de mutilación y vandalismo a que se exponen algunas piezas, sobre no tomarse demasiado en serio ese Arte con MAYÚSCULAS, he encontrado una cita de Lippard en torno a los Numbers Shows que me interesa enormemente y que dice así:
“Tomando el museo como marco, 557.087 y la posterior versión de Vancouver, 955.000, fueron las primeras exposiciones que hice –y tal vez las primeras exposiciones en cualquier lugar– que tuvieron lugar en parte al aire libre, alrededor de la ciudad, en un radio de ochenta kilómetros. Aunque se proporcionaron mapas en los museos, creo que es seguro asumir que muy pocas personas vieron la exposición completa: una fragmentación, nuevamente, apropiada para el arte en sí, como los puntos de Artschwager o las etiquetas de John Baldessari que marcan los límites del gueto. Si bien el arte público no se ve con la intensidad privada que generalmente recibe el arte en los museos, sí lo ven personas que no se dejarían sorprender en un museo. Trabajar fuera del museo o la galería es mi parte favorita de la curaduría, y la más arriesgada, ya que expone tanto a los artistas como al público a experiencias inesperadas y desconocidas, que pueden conducir a la difamación y el vandalismo”.
Me da la sensación de que bien pudieran haberse pervertido, intervenido y pintarrajeado las obras e ítems de la exposición que nada de eso habría sido verdaderamente preocupante para Lippard. Todo lo contrario: el arte habría cumplido su función.
¿Qué opinas, Claudio? Seguramente todo esto te resulte algo exagerado o demasiado provocador. ¿Es así? Ya me dirás. Disculpa en tal caso mi imprudencia.
Un abrazo, Manu
Carta Once: La ligereza de la desmaterialización de las prácticas y poéticas
Querido Claudio,
Me fascinan las notas que recoge Lippard a modo de advertencia, de propósito u orientación creativa. Otra de ellas, de Steve Kaltenbach, dice: “Start a rumor”. Próximo a la desmaterialización de las prácticas artísticas que analizó en su día Lippard, me gusta pensar que un rumor pueda ser una obra de arte. No hay nada tan leve y al mismo tiempo tan colectivo (y cargado de deseo, de futuro, de ensoñaciones y fantasías), como el rumor, que se arrastra y que contagia, yendo cuerpo a cuerpo, que invade las mentes e intensifica la sospecha de algo que quizás sea, que ojalá sea. Hay, sin embargo, en la decisión de empezar un rumor un rasgo impreciso: un rumor se inicia, casi siempre, sin saber de su comienzo –sin saberse uno autor del rumor, pues quizás no tenga de hecho un origen rastreable–, sin saber a ciencia cierta de su éxito, de su grado de propagación venidera. No podemos prever su capacidad contagiosa, su potencialidad vírica, aunque si podemos siempre incentivar por distintas vías su expansión. En realidad, los rumores, como los tumores, se extienden casi sin ningún tipo de control, pudiendo llegar a causar un daño gigante.
Hay algo en la propia fonética de la palabra rumor (rrrrrumorrrrr) que ya nos alienta, desde su propia sonoridad, a pensar en su condición gestual, en su forma de difusión. Arrastramos el rumor en nuestra mente de la misma manera que él nos arrastra hacia otras personas, hacia otros rumores –también–. Qué bello compartir secretos, compartir rumores, soñar con su materialización (aunque, que esta se dé genuinamente, a veces no es tan relevante y sí lo es, en cambio, la temporalidad y el nexo comunitario que el rumor articula bajo las lógicas interactivas de la propagación y la contigüidad).
Todo ello me ha recordado Claudio al último de los breves capítulos o miniensayos que componen el brillante y delicado libro Imagen fantasma (Tres Editores, 2023), donde Hervé Guibert recoge una conversación muy ingeniosa en torno al secreto y, en cierta medida, por extensión en torno al rumor. Es la siguiente:
“—Me siento completamente vacío luego de haberte contado esta historia. Es mi secreto, ¿entiendes?
—¿Y ahora?
—A ti no puedo decirte que no lo cuentes.
—Sí, pero ahora tu secreto es también el mío. Forma parte de mí y lo voy a tratar como a todos mis secretos: lo revelaré cuando llegue el momento. Y se volverá el secreto de otro.
—Tienes razón. Los secretos siempre deben estar en movimiento…”.
Para que quede claro, Claudio (a ver si estás de acuerdo): un secreto siempre se deslizará de boca en boca a modo de rumor, pero un rumor no tiene por qué tratarse necesariamente de un secreto (quizás de un secreto a voces). Me refiero a que la manera en que el secreto se desplaza y fluye entre las personas adoptará siempre necesariamente la intimidad social del rumor, pero esto no funciona de manera inversa.
Lo que me interesaba rescatar con esta cita, Claudio, es aquello que también expresaba con agudo rigor y bella poesía José Luis Pardo, quien muy inteligentemente conceptualiza la micro-sociología del secreto a través del concepto de intimidad, y entiende que quien tiene secretos (como la institución del Vaticano; ejemplo que él mismo usa) genera una expectación por las infinitas posibilidades que el secreto alberga. De este modo, el secreto tiene un valor en su no-revelación. No tiene un valor en sí, sino únicamente debido a toda la trama social, imaginativa y especulativa que pone en funcionamiento con su mera existencia en nuestras mentes, en el imaginario colectivo (quizás no haya ningún secreto; no es relevante; importa en cambio la sensación o intuición de que hay algo secreto, de que algo se oculta). Pardo comenta, en este sentido, que es imposible definir el secreto desde la perspectiva del individualismo, puesto que para un secreto se necesita la conjunción de diferentes actores y papeles.
El secreto es, siempre, una forma de relación. De hecho, el secreto, etimológicamente, es lo que separa (scernere), pero, paradójicamente, también une.
El susurro marca la evidencia inasible del secreto.
Cambiando de tercio, me interesa también el hecho de que, al tratarse de una sentencia en inglés la que propone Kaltenbach, no sabemos si se trata de una acción probable o de un mandato. Si nos dice “Empieza un rumor” o “Empezar un rumor”. En caso de que fuese una orden, ¿sobre qué iniciarías un rumor, Claudio?
Continuando con la desmaterialización a la que aludiría Lippard y que antes mencionaba en otra carta, imagínate, Claudio, una exposición que se queda en rumor, que es rumor, sin obras físicas (quizás únicamente los cuerpos que se adueñan del rumor y lo cultivan con esmero; solamente los susurros, los pensamientos, las voces que propagan algo probable pero incierto, en bajito). Me acuerdo de que decía Sergio Rubira que toda muestra se inicia en el momento en que se disemina el rumor de la misma. Es en ese momento en el que comienza a latir, de la misma manera que late el corazón de la fiesta, en el rumor colectivo de su preparación y expectación, en la proyección del deseo, que se dispara hacia la noche como un vector pulsional, cargado de anhelo de porvenir. Víctor Aguado Machuca habla de un sujeto catafórico para referirse a una idea semejante, la del cómplice que prefigura un nosotros y lo construye para la fiesta, otorgándole un sentido y un deseo de ser en conjunto, junto a otros. Dice:
“Los días que anteceden a la fiesta están cargados por las prefiguraciones que tenemos y hacemos de los otros y del encuentro con, es más, por la expectativa de que tales prefiguraciones tomen cuerpo y se negocien en la fiesta”.
Y añade:
“El énfasis de la expectativa estaría más en el movimiento entre que en los cuerpos que ocupa, en la posibilidad de una relación anticipada que al mismo tiempo es una relacionalidad anticipatoria —un estar con [withness] catafórico, la prefiguración de un ‘nosotros’ que está falto sin el acontecimiento propiamente corporal de su celebración literal”.
Pienso, Claudio, que de la misma manera que Lippard revolucionó las estrategias comisariales por su rol fluido y su posición desquiciada (situándose en el intersticio, deambulando entre distintos ámbitos: el comisariado, la crítica, la creación artística…), urge experimentar en lo curatorial con maneras de hacer exposición que atiendan a una temporalidad extendida, que movilicen un deseo de ser antes de ser nada –antes de ser objeto, espacio, forma plástica–, que proyecten y jueguen lúdica o incluso perversamente con esas especulaciones, y que extiendan el rastro, como la fiesta se extiende como acontecimiento social con la resaca, con la rememoración del día posterior al evento festivo o la evidencia somática de la huella ineludible en el cuerpo fatigado.
Puede tener un tremendo potencial comprometerse con el rumor, con aquello de lo que intuyes cierta veracidad (debido a su verosimilitud) pero de lo que no te fías del todo, con la idea de una muestra como rumor o de la exposición como fiesta. Pero no me refiero a celebrar la vivencia de la fiesta a la manera galerística, que deglute estas ideas en unos códigos mercantiles –convirtiendo la exposición como fiesta en la fiesta de la exposición, o lo que es lo mismo, reduciendo la experiencia de la fiesta al evento momentáneo de la inauguración–, sino de un modo en que lo expositivo esté sujeto a una conciencia colectiva, a un estado de improvisación y aleatoriedad grupal, a un tiempo compartido y a una intensidad memorable.
¿Cómo iniciar un rumor sin forzarlo, sin querer controlar su rumbo –aceptando sus designios–?
Disculpa Claudio, esta vez he divagado en exceso y me he enrollado más de la cuenta. Espero me lo perdones.
Un abrazo, Manu
Carta Doce: Contar hasta 4.4920.040
Querido Claudio,
Me ha divertido mucho esto de las cartas (espero que a ti también te guste recibir este ejercicio epistolar difuso), pero todo llega a su fin, aunque bien podría no llegar en este caso. Me refiero a que este ejercicio solo tenía una limitación temporal, la de la entrega del artículo. Esa fecha límite es la que ha puesto límite a mis divagaciones, a mis relecturas del archivo, de la publicación que me cediste (también la restricción de no-intervención física, claro) y que finalmente no he pintarrajeado con rotring ni ensuciado con tachones o apuntes al margen. Podría seguir más semanas, meses, incluso años, revisando esta infinidad de tarjetas y pensando y escribiendo a partir de ellas. Eso es lo fantástico de los archivos vibrantes, palpitantes, vivos, como este, que nunca se agotan. ¿Acaso alguno se agota? Lo dudo mucho.
Creo, en cambio, que lo que sí se agota es nuestro tiempo y nuestras energías. Eso es evidente. De este modo, es con esta última carta que doy por finalizada, por lo menos por un tiempo, mi relación con Lippard y sus Numbers Shows, mi buceo en la publicación que me cediste cautelosamente, mi vínculo con este archivo inmenso pero diminuto (amplísimo pero reducido), en el que podría perderme décadas y rastrear la historia del arte del siglo pasado; no hablo de una sino de muchas historias, claro. Podría contarte anécdotas e historietas sin fin, investigando por todas las esquinas, viajando por todos y cada uno de los rincones de mi memoria, saltando de referencia en referencia, de libro en libro, de imagen en imagen, de exposición en exposición. Podría contar hasta 4,492,040…, pero quizás no haga falta. Espero que lo entiendas.
En cualquier caso, gracias por la invitación, Claudio; gracias por la cesión, por el regalo. Espero haber estado a la altura o, por lo menos, haberte entretenido un rato.
Último abrazo,
Manu