Una invitación, un don, una idea
Con cierta inquietud y gran ilusión, recibí hace alrededor de un mes y medio la invitación a escribir en Orsini de la mano de Claudio Hontana (co-director y editor de la plataforma) sobre el proyecto de los Numbers Shows de Lucy R. Lippard. En su propuesta, Claudio me resumió brevemente el proyecto de Lippard que yo ya conocía a grandes rasgos y posteriormente me concedió en préstamo una publicación personal que él mismo había adquirido durante el verano de 2023 y que viajó desde Los Ángeles a Madrid en el mismo periodo en que retornaba también a la capital madrileña Javier Iáñez –causalmente, también desde Los Ángeles–, quien escribe uno de los textos que inauguran esta plataforma. 4.492.040, la publicación en cuestión (una edición muy cuidada y especial, editada por New Documents) que Claudio me prestaba para explorar e investigar sobre los Numbers Shows o “exposiciones de números”, consiste en una reimpresión facsímil de una serie de catálogos producidos por la comisaria Lucy R. Lippard. Con documentación extraída del material publicado originalmente entre 1969 y 1974, 4.492.040 incluye reimpresiones de los cuatro catálogos de las importantísimas Numbers Shows de Lippard, una serie de exposiciones bautizadas o tituladas con la cifra de población de las ciudades en las que se celebraron: 557.087 (Seattle), 955.000 (Vancouver), alrededor de 7.500 (Valencia, California) y 2.972.453 (Buenos Aires). Al igual que los originales, 4.492.040 se compone de una colección de fichas sueltas que contienen declaraciones, documentación y obras conceptuales de cada artista, para ser reordenadas, archivadas o descartadas a voluntad.
A pesar de esta apertura creativa que ofrece 4.492.040 (la posibilidad de manosear y reorganizar a placer los documentos de la publicación), el único requisito que me impuso Claudio (que me rogó que cumpliera, mejor dicho), además del temporal fue el de no dañar ni pintar las cartelas que componen la publicación que me concedía en préstamo, ni tampoco desordenarlas. Será quizás por esa pulsión tan humana que nos atraviesa siempre que algo se nos ofrece como “prohibido” o “imposible”, o por una intuición creativa y conceptual latente desde tiempo atrás, que lo único que deseaba hacer verdaderamente era intervenir este archivo de fichas a modo de exposición portátil; lo único que quería era mutilar y manosear este archivo, pintarrajearlo y subvertir el orden de la(s) historia(s). “¿Cómo hacerlo siendo respetuoso con el don concedido por Claudio?”, “¿por qué y para qué llevar a cabo esta vandalización?”. A partir de estas dudas y deseos perversos, nacería una idea: intervenir el archivo sin llegar a modificarlo físicamente, dedicándole a Claudio una serie de cartas referidas a aquello que me interesara, sobre lo que me hubiera gustado escribir más en profundidad, tomar anotaciones en el margen, realizar subrayados…
Ensayar (con) el archivo: lo epistolar como metodología poética e historiográfica
Todo ello continuaba con una idea que llevo tiempo imaginando: la formulación de un tipo de archivo inédito y paradójico que necesariamente se transforme física y simbólicamente cada vez que se visite –intervenido en cada caso por adición, inscripción, recorte, sustracción, desplazamiento, sobreimposición o apropiación–. Esto es, un archivo ontológicamente inestable, incapaz de preservar su identidad –entendida como mismidad, relación idéntica consigo mismo–, y de naturaleza disidente, escurridizo, improbable, inútil a la hora de fijar la memoria y de detener el tiempo pretérito a través de sus objetos, sus apuntes, imágenes y escritos; un archivo que solo existe en la constante mutación, en su re-visitación; un archivo que acontece, sucede –en gerundio–, siendo siempre distinto de sí, continuamente imperfecto. En cierta modo, esta debiera ser la genuina naturaleza del archivo –pienso ahora–, en la medida en que el archivo verdaderamente se resignifica con la mirada del visitante, de quien lo consulta, de quien lo palpa y manosea, de aquel que otorga un nuevo significado (relato) al significante (el archivo y sus ítems), demostrando su levedad, su contingencia –aquella que caracteriza al documento a pesar de que se disfrace de monumento inmutable–, un nuevo sentido a su sinsentido, a su caos aparente, a ese flujo de pulsiones, agentes, recuerdos, memorias, rastros, fantasmas e incluso monstruos que atraviesan todo archivo.
En mi caso, esta noción de archivo se materializará metafóricamente, poéticamente, dado que había prometido a Claudio la no-intervención física de la publicación y la manutención en perfecto estado del mismo, respetando la ordenación de las cartelas. Se trata ahora, con esta lectura a contrapelo la publicación de desviar en cada consulta el archivo, o lo que es lo mismo, de visitar el archivo como solo puede hacerse, poniendo a prueba la(s) historia(s) que relata a cada paso, en todo momento, demostrando que no solo el futuro corre peligro, sino que el pasado, sus vivencias y memorias, pueden ser en todo momento rescatadas, olvidadas, intensificadas o reescritas.
Para efectuar esta relectura subjetiva del archivo, esta intervención inmaterial del mismo, he decidido escoger la carta como espacio poético y reflexivo desde el que plasmar los senderos hacia los que me ha ido dirigiendo el archivo a lo largo de sus ítems, de sus distintas fichas y cartelas. Mientras que el artículo que sigue cobra la forma de un ensayo al uso, este permite sin embargo ir saltando a otros textos de diferente naturaleza: las cartas. El formato epistolar se entrecruza, de tal forma, con el ensayístico a través de los distintos links que el lector encontrará en el texto, que conducen a cartas dirigidas a Claudio, pero que pueden por supuesto ser espiadas por quien tenga el interés de participar de mi locura ensayada, en la que el desvío y el desvarío se funden en una amalgama fragmentada de textos únicamente ligados por un marco común: pensar la imaginación curatorial y explorar –a través de la anécdota, la historieta y el accidente– otras formas y formatos de lo expositivo, abriendo caminos –quizás innecesarios o imposibles– para la especulación comisarial. Advertido el lector, advertido el editor también (Claudio, en este caso), comencemos.
All-inclusive: una práctica curatorial insólita
4.492.040 se inicia con una serie de citas que Lippard recoge de numerosos artistas y teóricos, algunas escuetas, otras más largas, y viene seguida de una infinidad de fichas que resumen y explican las obras de los Numbers Shows (que, en cierta medida, son las obras). Materialmente, la publicación se trata de un objeto curioso. Enfundada en un envoltorio de plástico, se halla de tal forma protegida ante cualquier adversidad, como el táper que confina la comida y evita cualquier posible infección –vía aire o contacto humano–. Podría caerle agua o aceite que de ningún modo se resentiría o se dejaría contaminar o ensuciar. Se trata, en suma, de un archivo higiénicamente conservado, lo que impide que la vida, la mancha o el trazo, le roce la piel –para la tranquilidad de su dueño–: un archivo que, por su puesto, pide a gritos ser acariciado y pervertido, relatado y desviado. Labores que, por otra parte, harían honor y justicia a la propuesta conceptual de los Numbers Shows de Lippard, a su naturaleza imperfecta, incierta y escurridiza.
No digo esto por decir. La propia Lippard ha aclarado en repetidas ocasiones que este proyecto artístico-crítico-expositivo nacía con la voluntad de mantenerse abierto a la intromisión, a la afección, a un afuera siempre por llegar, incluyendo un artista que llegara a destiempo –demasiado tarde para haber sido incluido en la previa muestra–, que entrara en cambio a formar parte de la exposición venidera justo a tiempo. En este sentido, leyendo algunas entrevistas de Lucy Lippard en las que hablaba sobre sus Numbers Shows, me he dado cuenta de uno de los lemas principales que guiaban estos proyectos expositivos: la inclusión y la desjerarquización. Explicaba Lippard en un texto que escribió hace más de diez años que sus “exposiciones de números” ansiaban incluirlo todo: “The exhibitions I curated by numbers certainly illustrated this all-inclusive aspect”. Tanto es así, que esta pulsión inclusiva se hacía evidente en el propio título de las exposiciones. Al titular cada muestra con la cifra aproximada de población de la ciudad en que se realizaba la exposición, Lippard hacía partícipe, no solo a una plétora enorme de artistas, sino también, por lo menos de manera conceptual, a toda la población, empleando una retórica muy propia de las prácticas de su tiempo.
Con este gesto (claramente deudor del arte conceptual, por su aparente frialdad y neutralidad), emplazaba Lippard al territorio y a la ciudadanía en un primer plano, desde el propio título de la muestra. “I was of course looking for something neutral — non-associative, non-relational, according to the gospel of the era. I was also determined not to provide a new category in which disparate artists could be amalgamated”, exponía Lippard a este respecto. Abrir los diálogos entre las obras a encuentros imprevistos y evitar una clausura conceptual de la propuesta expositiva, expandir el discurso, incluir otras voces –todas las voces posibles–, articular un coro eclético de prácticas, estéticas y poéticas…, estos eran los intereses de Lippard, que se aprovecha de la plataforma comisarial para ejercer la crítica, sin tratar de asumir un rol concreto: el de crítica, comisaria o artista. De hecho, explicaba en este sentido: “The more expansive, the more inclusive an exhibition could be, the more it seemed coherent with all the other so-called revolutions taking place at the time. I began to see curating as simply a physical extension of criticism”.
La inclusión era tal que Lippard se incluía dentro del listado de artistas, haciendo así evidente su labor creativa, al mismo tiempo como crítica, curator y artista, sin que ninguna de estas identidades y profesiones tuviera un peso mayor que la otra en el fondo. Lippard comentaba:
“It’s all just a matter of what to call it. Does that matter? … Is a curator an artist because he uses a group of paintings and sculptures in a theme show to prove a point of his own? Is Seth Siegelaub an artist when he formulates a new framework within which artists can show their work without reference to theme, gallery, institution, even place or time? Is he an author because his framework is books? Am I an artist when I ask artists to work within or respond to a given situation?”, se interrogaría Lippard.
El archivo, el proyecto, los Numbers Shows, se pueden leer, en cierto sentido, como una metáfora del arte, del proceso de creación. Decía, en este sentido, Lippard que los Numbers Shows eran tan dispersos y expansivos como el propio arte, donde todo se funde en una obra, en la que convergen muchas veces distintas pulsiones: una lectura crítica, una larga investigación, una multiplicidad de personas que han intervenido de uno u otro modo en el proceso –más o menos conscientemente–, una variedad de ambientes, espacios… “The numbered exhibitions of 1969–73 were as scattered and expansive (you might say unfocused) as the art itself”, apuntaba Lippard.
Es esclarecedor y curioso revisar la crítica que Peter Plagens haría en Artforum de la muestra 557,087 (Seattle, 1969), en la que se acusa a Lippard de ser una artista. Plagens escribe:
“There is a total style to the show, a style so pervasive as to suggest that Lucy Lippard is in fact the artist and her medium is other artists”.
Ha explicado Lippard en alguna ocasión que esto le molestó en su momento, pero que enseguida hizo de este pretendido insulto una virtud (“I was annoyed by this at the time, but in another sense it is not such a bad assessment of all curating”), en la medida en que aquellas declaraciones señalaban uno de los principales asuntos de la época en que se realizaron estas exposiciones colectivas: la deliberada difuminación de los roles, así como de los límites entre medios y funciones, esto es, la pretendida y performativa voluntad de entrecruzar y (con)fundir las labores de las principales figuras del mundo del arte (comisario, artista y crítico). “Over the years I admit I did my best to exacerbate this confusion”, explicaba Lippard con sencillez, transparencia y agudeza.
Más allá del comisariado: Lippard, compiladora y crítica de arte
Siguiendo con esta (con)fusión bienintencionada, me parece relevante mencionar el rechazo repetido que ha mostrado Lippard a ser catalogada como curator (“I called myself the ‘compiler’ of the exhibition rather than its curator”), haciendo alusión a su labor como archivera o compiladora antes que identificándose como comisaria. Si el artista conceptual prototípico –definido por Sol Le Witt—respondía a la caracterización del “office worker”, Lippard vendría a definir en cambio su rol como “compiler”, es decir, como una compiladora, archivera. Para ella, los Numbers Shows consistían más en un ejercicio de crítica de arte que de curadoría, si bien entendía que la potencialidad residía en la capacidad de movilizar una propuesta creativa, poética y conceptual y no tanto en un debate vacuo terminológico. Además, no se trataba en ningún caso de hacer crítica de arte al uso, sino más bien de tomar una posición crítica, de articular un texto crítico. “I have never considered criticism as an art in itself, separate from its subjects, as some would have it, but as a text woven like textile (the etymological root is the same) into the art and the systems that surround it, including exhibitions”, explicaba con acierto Lippard.
En este sentido, me resulta sorprendente que se habla con frecuencia de lo visionaria que Lippard fue con respecto al comisariado, pero no tanto de su actitud pionera y su comprensión absolutamente rupturista en relación a la crítica de arte. En la década de 1960, Lippard cuenta cómo intentaba ejecutar una especie de enfoque camaleónico (o parasitario) al escribir sobre arte, eligiendo un estilo de escritura que fuera congruente con el estilo de creación artística del artista. “Es más fácil decirlo que hacerlo”, explicaba ella, quien aseguró haberlo practicado sin éxito.
Sea como fuere, entendió algo que quizás ni siquiera actualmente hemos acabado de integrar: el hecho de que, si el arte había cambiado tan drásticamente con respecto a sus predecesores inmediatos, de la misma manera las estrategias de crítica y exhibición también deberían cambiar; que la figura del crítico no debía tomar distancia de la creación, de los artistas, pero tampoco del comisariado, pudiendo asumir en ocasiones el rol del curator para ejercer la crítica; que era fundamental desdibujar las fronteras entre esa tríada comisario-artista-crítico, en la medida en que se trataba de una cuestión modal, de actitud, de toma de posición, y no tanto de encasillamiento o disciplina; que urgía una cercanía e intercambio genuino entre el arte y la crítica. De este modo, exponía Lippard con absoluta brillantez:
“The artists themselves were trying to change the whole definition of artist, and I was a willing accomplice, in part because I never wanted to be a critic, and because the word sounded antagonistic to the artists with whom I associated. Since they certainly were not conforming to what was expected of visual art, I saw no reason why I had to meet the expectations of criticism”.
Zozobrante y aguda, Lippard ha vertido preguntas tan pertinentes como la siguiente: “If the critic is a vehicle for the art, does an artist who makes himself a vehicle for the art of another artist become a critic?”. Lo que es lo mismo que preguntar dónde empieza y dónde acaba la crítica, y la creación; lo que es lo mismo que deconstruir estos terrenos creativos y estas profesiones en favor de la manifestación y vigorización del texto (entendido como lo planteara Lippard, como textum, como obra crítica vibrante y entretejida).
La exposición como performance
La insistencia de Lippard por evitar que su trabajo quede enmarcado en una historia de las prácticas curatoriales, que se leyera como un ejercicio de comisariado, evidencia el grado de provocación de su proyecto, que al tiempo que se manifestaba como un ejercicio de crítica por una vía no(del-todo)textual, asumía ciertos códigos de la performance y, por supuesto, del conceptual. Existió, por parte de Lippard, una voluntad expresa por no estar presente, por tomar distancia, por alejarse de la circulación de la muestra y de la institución, ciudad y territorio donde cobraba vida, donde se llevaba a cabo el montaje. En todos y cada uno de los casos, la comisaria estuvo ausente. No fue a ninguno de los montajes, como tampoco ninguno de los artistas que participaban en la muestra. A esto se suma que no hay apenas registro fotográfico. La misma precariedad material de los Numbers parecía ser, en cierta medida, objeto y metodología de la muestra, como una forma de comisariar, archivar, comunicar cuasi infraleve. A este respecto, Jesús Carrillo comenta en un texto titulado “Los ‘Numbers’ de Lucy R. Lippard y los dilemas de la curaduría contemporánea” lo siguiente:
“En este caso, la perecibilidad de las huellas de las prácticas conceptuales se intensifica y la narración histórica se ve obligada a negociar con la ausencia. Ni los artistas representados, ni la misma Lucy Lippard pueden dar testimonio, puesto que ninguno de ellos se desplazó allí para la instalación de la muestra. La recepción local tampoco ha sido documentada”.
También la duración enfatizaba lo precario del proyecto, pues los Numbers Shows no se alargaron en ningún caso más de un mes, llegando a durar en el caso de la muestra de Buenos Aires (1970) menos de veinte días. Existe una cierta contingencia evidente en la materialización expositiva (incluso una despreocupación intencionada); una contingencia que nos invita a pensar que pudo ser cualquier otra cosa el proyecto, que pudo haberse movido a otras ciudades, quizás incluso haberse realizado con otros artistas (si bien, a medida que pasaron los años, se enfatizó una apuesta feminista por parte de Lippard, sobre todo en el caso de la exposición de Valencia, para la que incluyeron algunas artistas mujeres).
Parece como si Lippard pretendiera pasar desapercibida, como si buscara deslizarse por la historia sin causar mucho estruendo, rehuyendo la visita (de la comisaria y los artistas, pero también de los ciudadanos), como si quisiera inducir la sospecha de que aquello que la historiografía nos cuenta no sucedió o no del todo, o no tal y como se nos relata… Casi tenemos que hacer un salto de fe y afirmarnos en la creencia de que ciertamente aconteció aquello que se nos dice. ¿Acaso sería relevante que no hubiese sido así?
La exposición como obra de arte: contra el protagonismo del comisario estrella
Tan solo tres años después de que se celebrara 557,087 (1969), con motivo de una invitación para participar en la documenta V de Kassel (1972), el artista Daniel Buren escribió un texto para el catálogo de la muestra, donde afirmaba:
“Es cada vez más habitual que el objeto de la exposición no sea la exhibición de obras de arte, sino la exhibición de la exposición como obra de arte”.
Como si se tratara de una respuesta directa a la propuesta de Lippard, Buren vertía sus críticas hacia el comisario como artista, el curator como agente totalizador, como catalizador absoluto y mero regulador del discurso. Más allá del comisario como alguien que dialoga, acompaña y nutre, en aquel momento –quizás incluso en la actualidad esta revisión crítica fuera necesaria y de tremenda contemporaneidad– se estaba percibiendo una deriva de la figura del comisario hacia la monopolización del relato expositivo, una tendencia entre los comisarios a asumir el papel protagonista en la presentación de las obras de arte, instrumentalizando la participación de los distintos artistas y empleando las obras como ítems o fichas de un juego. Cabe pensar, en cambio, que aquello que proponía en su día Lippard era bien distinto, pues el discurso no se fijaba y clausuraba, sino que, debido a su (relativa) ausencia (curatorial), se abría a más no poder, adoptando la estrategia de la inclusión y la ruptura de aquellas categorías o esquemas curatoriales tradicionales como la legitimación, la estructura, la narratividad y la jerarquía. Al respecto de esta última noción, existía una clara voluntad por parte de Lippard de plantear la exposición como un ejercicio de desjerarquización, en la medida en que ella decidió asumir un espíritu “democratizador” para con los artistas y sus obras; de la misma manera que las tarjetas se apilan en la publicación-archivo las unas sobre las otras, con el mismo tamaño, el trato y respeto hacia los distintos artistas fue exactamente el mismo: “They treated each artista exactly the same –something I’ve insiste don in every show I’ve organized. The ‘democratizing’ instinct was an integral part of the 1960s modus vivendi”, aclaraba la propia Lippard.
Pasado los 60s a los que hacía alusión Lippard, en aquel pretérito 1972, Buren dirigía sus críticas en realidad a figuras como Harald Szeemann, “padre de todos los comisarios como futuros autores de comisarios”, tal y como lo denominara Dorothea von Hantelmann en su texto “El auge de la exposición”. En este fantástico y breve ensayo, von Hantelmann incide justamente en esta anécdota de 1972, en Buren y en su intervención en la documenta, que planteaba la posibilidad de que se estuviese dando una inversión en la relación entre la obra artística y la exposición, de manera que iba a llegar un momento en que esta fuese reconocida como la verdadera obra de arte.
Como ridiculización de esta deriva, como contraataque –quizás–, Buren no se limitó a añadir una obra más a la exposición; de hecho, no añadió obra alguna, sino que, en cierta medida, subvirtió los roles e hizo las veces de comisario. Seleccionó una sala ya comisariada, con cuadros de artistas como Jasper Johns, Robert Ryman y Brice Marden, y cubrió los muros bajo los cuadros con papel de rayas. Bajo el título Exhibition of an Exhibition [“Exposición de una exposición”], Buren presentó, tal y como expone von Hantelmann, “una pieza que no solo disolvía la jerarquía entre la obra de arte y su soporte ambiental, produciendo de este modo cierta sensación de desconcierto en el observador sobre cuál era la verdadera obra de arte –los cuadros, el muro o su conjunto–, sino que además señalaba hasta qué punto ‘el conjunto’ determinaba o co-determinaba la experiencia y el significado de toda obra de arte”.
Lejos en cambio de pensar que esta obra fuera un ataque a la perspectiva curatorial de Lippard, esta intervención señalaba la coyuntura curatorial del momento y las disputas, dilemas y debates que acarreaba –y sigue acarreando– la figura del comisario y su poder a la hora decidir el rumbo y sentido que adopta una muestra. Sería además estúpido pensar esto pues, si revisamos el listado de nombres que participaron en la muestra 557,087, ¿a que no adivináis qué nombre encontramos? Exactamente, el de Daniel Buren…
El arte de la reducción (como máximo una maleta)
A Daniel Buren, se sumaban una infinidad de nombres de artistas de prestigio internacional –en su mayoría americanos, sobre todo estadounidenses–. El inmenso listado, donde encontramos nombres tan sonados como Carl Andre, Joseph Kosuth, Robert Morris, Jeff Wall, Ed Ruscha, Bruce Nauman, Dennis Oppenheim, Hans Haacke o Dan Graham –entre muchos otros–, contrastaba con la liviana materialización de la muestra, de carácter portátil, fácilmente transportable en una maleta, y de una precariedad sabiamente escogida. Nada tenía que ver aquella idea “exposición en maleta” de Lippard con la propuesta duchampiana. Muy agudamente, Jesús Carrillo vuelve la vista justamente sobre este aspecto en el texto previamente referenciado:
“La precariedad intrínseca de los otros Numbers […] adquiere un significado particular cuando nos situamos en Buenos Aires y nos lleva a revisar los lugares comunes de la narración canónica del arte conceptual. Por ejemplo, la noción de “exposición en maleta” que implementa Lucy R. Lippard en el proyecto del CAYC nada tiene que ver con la Boite en Valise de Marcel Duchamp, ni con la influencia del francés en las neovanguardias norteamericanas, tantas veces reiterada por la historiografía. Como ella se encarga de aclararnos, la idea de la maleta tenía que ver directamente con su experiencia personal del viaje y la dificultad de afrontar el coste del transporte hasta Argentina y no con una reflexión ‘neovanguardista’”.
Más que con Duchamp, quizás este gesto, este proyecto expositivo –crítico, artístico, curatorial– tuviese que ver en realidad con otro gran proyecto que quedó reducido, no a una sola maleta, sino a diecisiete volúmenes de texto y once planchas con grabados: la Encyclopédie (1751-1772) de Diderot y d’Alembert. Por anacrónica que parezca esta comparativa, leemos en “Discurso preliminar” de la Enciclopedia –atribuido a Jean d’Alembert– que la totalidad del proyecto aparece bajo el signo de un “arte de la reducción”. Tanto es así, que se llega a afirmar lo siguiente: “Nunca veinte volúmenes infolio podrán hacer la revolución; son los pequeños libros portátiles los que más hay que temer”.
Como señala Xavier Nueno en su fantástico libro El arte del saber ligero al respecto de este caso (y como también podríamos pensar al respecto del proyecto de Lippard), “un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil se sitúa como ideal de circulación de las obras. […] A la exhaustividad, se prefiere lo incompleto, lo parcial y abierto”. Lo mismo sucedía con los Numbers Shows, que se definían por su indefinición y apertura, por la perpetua posibilidad de incluir una nueva obra, un nuevo artista, con un coste ínfimo. Esta flexibilidad comisarial favorecía el juego, el accidente y el flujo de obras, e impulsaba la hospitalidad expositiva.
Contra el arte pesado, encarnado por la versión institucional y las maneras curatoriales museísticas, la propuesta de Lippard proponía una cierta ligereza (la ligereza de la maleta liviana en la mano; la ligereza de la escasa materialidad de la muestra; la ligereza de la desmaterialización de las prácticas y poéticas recogidas en las sucesivas exposiciones), que se traducía en un hacer expositivo al mismo tiempo ambicioso pero precario, que podía moverse con tremenda facilidad, sin tan siquiera bajo la atenta mirada de la comisaria. Esta pulsión hacia la reducción y la desmaterialización que impulsó en su día el ingente proyecto enciclopédico de Diderot y d’Alembert, este ideal reduccionista, dialoga en el tiempo, a través de los siglos, con el proyecto de Lippard, e incluso se nos plantea como un interrogante para atender a las dinámicas archivísticas de nuestro tiempo y las formas de lo expositivo y lo documental del porvenir. Todo ello lo resume con brillantez Xavier Nueno cuando comenta que “la carrera hacia el futuro exige un arte del saber ligero que apenas ocupe espacio –como máximo una maleta–”. Un arte del saber ligero que, en el caso de Lippard, se traducía al mismo tiempo en un saber hacer ligero el arte, reduciendo a una maleta décadas de trabajo artístico.
Contar hasta 4.492.040
Al volver la vista hoy sobre los Numbers Shows, sobre aquellas exposiciones itinerantes –que por imposibilidad económica concluyeron en un cómodo y ligero equipaje de mano ‘expositivo’–, hallamos un destello de genialidad, de honestidad, de experimentación radical e imaginación curatorial, o artística, o, mejor dicho, poética, creativa. Son muchas las voces autorizadas que claman por reivindicar su carácter visionario, contemporáneo y de absoluta ruptura, evidenciado como un quiebre en el sistema del arte del momento que ha permitido abrir camino y apuntar hacia múltiples nuevas prácticas, lecturas e historias. Son muchas las figuras que le rinden homenaje en sus textos, en sus exposiciones, también en sus obras. La labor curatorial de Lucy Lippard en sus exposiciones de los sesenta y setenta, explica Sabeth Buchmann en From conceptualism to feminism: Lucy Lippard’s Numbers shows, 1969-74 (Afterall Books, 2012), “ha contribuido en gran medida a la posterior práctica interdisciplinar, site-specific, participativa, intervencional, performativa y comunal de artistas y curadores”. Pocas figuras han conseguido tener una influencia tan plural y (permanentemente) contemporánea.
A día de hoy, su exposición-maleta, su archivo-exposición –como la queramos llamar–, debe ser leída no solo como incidente brillante del pasado, como un evento memorable del que siempre nos gustaría saber más, ver más, escuchar más y más, sino como un disparador especulativo, como una plataforma conceptual desde la que articular otros modos de pensar la exposición, arriesgándonos a fracasar en nuestros proyectos, a entrelazar poéticas, estéticas y discursos, adoptando aquel espíritu experimental e imaginativo de Lippard, quien jugó a imaginar una exposición con lo que tenía a su alcance. De tal forma, podríamos pensar que, para contar otras historias, quizás baste con contar aquellas historias que permanecen en la sombra o incluso con contar aquellas historias, más o menos conocidas, que ya hemos oído narrar; quizás baste con contarlas de otra forma, dotándolas de otro(s) sentido(s); quizás se trate únicamente de volver a contarlas con ayuda de otro, de contar hasta 4.492.040. Y volver a empezar.